Entrevista publicada en el Diario "El Mundo" en el año 2.000.
Sir Sean Connery está leyendo a Sócrates, lleva los calcetines del revés, se acaba de comprar su primer ordenador portátil y ha abandonado el golf, sólo temporalmente. El escocés más famoso del mundo tras el whisky de exportación y las faldas tableadas se confiesa misántropo.

Pero éste es un tiempo excepcional de confidencias, una concesión que realiza gustoso y a su manera cuando se trata de lanzar una película de la que es protagonista y productor. En esta ocasión, Descubriendo a Forrester, que se estrena el próximo viernes, le ha obligado a abandonar su tranquila vida en Bahamas y a conceder entrevistas en el romano Hotel Villa Medici.

A sus formidables 70 años, luce algunos kilos más de lo habitual (que achaca a una reciente temporada sedentaria), bigote blanco (exigencia de su próxima película), legendaria calva y atuendo informal rematado con zapatillas deportivas. Bajo las espesas y negrísimas cejas, su mirada mantiene la potencia del taladro y su mano aprieta firmemente durante el saludo. Un café exprés bien cargado acompaña a una conversación que en varias ocasiones regresa a los orígenes humildes de su infancia en el suburbio obrero de Fountainbridge de Edimburgo (con el que ha bautizado a su productora), a su familia (que le sigue llamando con el apelativo de su niñez, Tam) y a los comienzos de la carrera de una de las presencias más magnéticas del cine del siglo XX.

"Entusiasmo, curiosidad, apetito y continuidad". Cuatro palabras le bastan para definir los impulsos vitales que le han mantenido a lo largo de cuatro décadas en el podio de los iconos cinematográficos. Sin embargo, en los últimos años ha ido dosificando cada vez más sus películas. Y es que resulta muy difícil arrancarle de la vida apartada que ha escogido, la misma que le llevó a abandonar Marbella para casi enclaustrarse en su mansión de Bahamas. "Siempre he valorado mucho mi privacidad hasta el punto de vivir periodos de auténtica soledad", afirma con su grueso acento escocés. "La soledad no constituye ningún problema ni para mí ni para mi mujer. Micheline es pintora y el aislamiento estimula su creatividad. Ella pinta, yo leo y, de vez en cuando, hago una película. Digamos que hace cinco años me aparté del mundo para sumergirme en una invisibilidad que me permite disfrutar del anonimato".

Divorciado de la actriz Diane Cilento, madre de su hijo Jason, contrajo matrimonio con la pintora francomarroquí Micheline Roquebrune en 1975. Famoso por su carencia de sentimentalismo, Connery confiesa que "no existe ningún secreto para que un matrimonio funcione, pero sé por experiencia que las personalidades opuestas tienen más probabilidades de permanecer juntas que aquéllas que comparten similitudes. En cualquier caso, ésta es siempre una empresa difícil para la que no hay reglas".

En el golf, Micheline posee un handicap mejor que el de su marido, que considera esta circunstancia una de las claves de la duración de su matrimonio. En un terreno más privado, ella no soporta la manera antiestética en que usa los calcetines. Connery se descalza para demostrar que no le falta razón a su esposa: desde hace casi tres décadas los lleva del revés, con las costuras hacia fuera y los hilos colgando. El último personaje cinematográfico del actor, el escritor William Forrester, se los pone de forma idéntica, porque Connery ha perfilado al protagonista de Descubriendo a Forrester a su imagen y semejanza. Aquí, el personaje revela al hombre. Al ahondar en los detalles de esta curiosa costumbre, la conversación remite al pasado cuando, con 16 años, Thomas Sean Connery se enroló en la Marina Real. De entonces proceden sus dos legendarios tatuajes -Mum and Dad (Mamá y papá) y Scotland Forever (Escocia por siempre)- y el asunto de los calcetines: "Eran de algodón grueso, fantásticos para una enorme transpiración como la mía, pero con horribles costurones en la punta que se me metían dentro de las uñas. Fue cuando se me ocurrió darles la vuelta, una costumbre de la que no he querido prescindir porque, ¿sabe que cuanto mejores y más caros, más gruesos son? Micheline insiste en que llevarlos así es horrendo, pero la comodidad vale la pena".

Jamás había salido de su ciudad cuando se integró en las filas de la Marina. Antes, con sólo nueve años, ya repartía leche de la cooperativa St. Cuthbert (la leyenda cuenta, además, que perdió su virginidad a aquella temprana edad). Abandonó el colegio a los 13 y comenzó a trabajar como ayudante de albañil al tiempo que recibía clases de baile. En la Marina, buscó "la oportunidad de llevar una vida de aventura y ganar dinero. Mi problema entonces era que no sabía qué hacer con mi vida. Necesitaba desesperadamente encontrar una actividad que me proporcionara placer y orgullo".

Finalmente, la encontró. Primero gracias a los libros, luego en el teatro y después en el cine. Y todo gracias a una úlcera de duodeno, "porque los caminos del Señor son inescrutables", añade con ironía. La enfermedad puso fin a sus días de marinero y le obligó a emplearse como pulidor de ataúdes en la firma Jack Vinestock&Company. Allí trabó amistad con un joven, John Hogg, que por las tardes hacía teatro amateur en el vecino King's Theatre. Hogg le invitó a unirse a él, un acto irreflexivo que marcaría el resto de su existencia. Poco después, una gira como miembro del coro del musical South Pacific, que alternó con un trabajo de socorrista de piscina y sus entrenamientos como levantador de pesas, le llevó hasta Manchester. Allí le ofrecieron entrar en el equipo de fútbol local, el Manchester United, a cambio de una minuta elevada. Fue difícil tomar una decisión: "Tenía 23 años y la intuición de que el teatro podría ser mi vida, pero carecía de educación, me consideraba un ignorante. Tenía que elegir entre ser deportista o actor. Me apetecía lo segundo, porque me había permitido comprarme una moto y viajar por el país a cambio de sólo dos horas y media de trabajo al día. Un compañero de reparto, Robert Henderson, me dijo que si me decidía por la interpretación debía entrenar mi voz y adquirir una educación. `¿Cómo se logra eso a los 23 años?', le pregunté. `Tienes que leer', me dijo, `para sentar las bases del entendimiento de las cuestiones fundamentales de la interpretación'. Y me recomendó 12 títulos".
Connery los recita casi de carrerilla: George Bernard Shaw, Shakespeare, Keats, Tolstoi, los griegos, el Método, Dante, Mark Twain... A continuación, añade: "Leí literatura francesa, alemana, inglesa, rusa... todo lo que caía en mis manos. Sostenía un libro en una mano y, en la otra, inspeccionaba el diccionario. Yo era un producto de la hambruna literaria y quise recuperar las carencias de toda una juventud. Me pasaba la mañana en las bibliotecas locales, por las tardes acudía a los teatros de repertorio y por la noche hacía mi función. El resto es historia". La historia, como él la llama, recoge títulos fundamentales del cine del siglo XX como Marnie la ladrona, La colina, El viento y el león, El hombre que pudo reinar, Robin y Marian; éxitos tan personales como Indiana Jones y la última cruzada, A la caza del Octubre Rojo, Los Intocables de Elliot Ness o El nombre de la rosa, sin olvidar sus seis títulos como el agente secreto James Bond, que le han convertido en un icono del imaginario universal del celuloide del pasado siglo.

"Algunos periódicos, sobre todo británicos, perpetúan un montón de mentiras sobre mí que trato de borrar de mi memoria. Cuando por una enfermedad me vi obligado a someterme a unas radiaciones, leí que había muerto. Por descontado, jamás se llegó a publicar ninguna rectificación"
De regreso a nuestros días, ¿qué cosas le interesan a Sir Sean Connery? En lo personal, "sólo hago aquello que me da placer". Le invito a desarrollar la cuestión y se pone meticuloso: "Veamos, me levanto todos los días a una hora imprecisa, nunca antes del mediodía. Lo primero que hago es tomarme un buen café jamaicano Blue Mountain. Después, los periódicos. Los abro por los resultados del fútbol, después paso a la política internacional y más tarde leo el resto. Hago las llamadas que considero importantes y, si estoy preparando una película, estudio. Salgo a pasear, disfruto de una buena comida y al final de la tarde leo un libro acompañado de una copa".

Desde septiembre del pasado año, Sir Connery de Fountainbridge alterna su afición por la lectura con una encarnizada lucha con su recién adquirido ordenador del que, incapaz de dar la marca, sólo señala vagamente que es "un cachivache japonés". La relación entre ambos no es fácil: "Por un lado, me tiene atrapado. Por otro, lo rechazo. En cuanto pongo mis enormes manos en el teclado, vuelvo a descubrir lo torpe que soy con las máquinas. Para mí es una ventana que me permite asomarme a la realidad. Básicamente, el eremita que soy sale a buscar buenos artículos periodísticos acerca de situaciones políticas que me interesan. Pero hay algo que sigo sin entender: ¿tiene usted idea de por qué el teclado no sigue su orden natural: A,B,C,D...?".

Siete décadas de Sean Connery en activo dan para varias vidas del resto de los mortales. Sin embargo, a pesar de haber sido tentado en varias ocasiones, ha renunciado a escribir sus memorias. "Ya se han escrito cosas sobre mí y son todas basura. Cometí el error de aceptar una de estas propuestas bajo la condición de que el autor me diera el manuscrito antes de publicarlo. Lo hizo, me lo envió, lo leí y corregí los errores (nombres mal escritos, fechas equivocadas, hechos falsos, torpes intenciones...) y, después de todo eso, descubrí que ignoró mi trabajo y publicó su versión. No le voy a decir el nombre, es un inglés... Más tarde han escrito siete más que no me he molestado en leer. Podría escribir mi autobiografía pero no lo hago por dos razones: no estoy preparado y heriría a mucha gente. Para no hacerlo, tendría que mentir y se trata de mi vida, algo lo suficientemente importante como para que no merezca la pena traicionarme a mí mismo".

Connery decidió hace un lustro vivir el retiro de un ermitaño en Bahamas. Eso le evita leer "un enorme montón de basura" que se publica sobre él. "Algunos periódicos, sobre todo británicos, perpetúan un montón de mentiras sobre mí que trato de borrar de mi memoria", aduce el escocés, lo cual quizá pueda explicar que los periodistas ingleses hayan sido vetados en la promoción de su película. A veces, por curiosidad, aún pierde algunos minutos leyendo artículos en los que él es el protagonista: "Me río de buena gana con ciertas explicaciones psicológicas de mis declaraciones. Aunque hay una anécdota de hace unos ocho años que no fue tan divertida: cuando por una enfermedad me vi obligado a someterme a unas radiaciones, leí que había muerto (y eso que durante el periodo de mi defunción había hecho seis películas). Fue muy molesta la preocupación que la supuesta noticia causó a mis amigos y a mi mujer. Por descontado, jamás se llegó a publicar ninguna rectificación".

Cuando regrese a su hogar, Connery piensa retomar el golf, una pasión abandonada durante esta última etapa que ha dedicado totalmente al cine. Ha rodado consecutivamente un cameo en la comedia negra Unconditional Love, y prepara sus próximos trabajos como intérprete en End Game y, como productor, en un filme sobre María Estuardo. Volviendo al golf, ¿es la práctica de este deporte el secreto de su hercúlea presencia física? "No, vivo de las rentas", concede casi en secreto. En los años 50, forjaba sus músculos en los gimnasios de Portobello mientras se ganaba un sueldo como socorrista de piscina y modelo para las revistas de culturismo. De hecho, en 1953 compitió por el título de Mister Universo enfundado en un microbañador blanco con el que Mister Escocia quedó tercero. Le dieron una medalla y, lo mejor, un empleo como corista en el musical South Pacific.

Otra de sus grandes pasiones es la política. Su tatuaje de adolescente revela el compromiso del actor con las aspiraciones independentistas de su región natal. Militante del Partido Nacionalista Escocés (al que dona algo más de 13 millones de pesetas anualmente), el actor mantiene una agria disputa con el Gobierno laborista de Tony Blair, al que acusa de "tratarme como un extranjero, alterando las leyes de financiación de partidos para impedirme la colaboración económica con el mío". Pero, ¿qué sentido tiene luchar por la pequeña Escocia en tiempos de eliminación de fronteras y globalización? "Nosotros no queremos crear nuevas fronteras. Creo que debe existir un espacio europeo que, a modo de gran paraguas, proteja las identidades y culturas nacionales, sus derechos, sus soberanías... Se está dando un fenómeno de desaparición de tradiciones que me parece muy grave. La fusión de culturas es lo mejor que le ha podido pasar a Inglaterra. Yo mismo soy producto de ello, porque viví muchos años en el sur de España y adquirí parte de su cultura. ¿Qué creen, que vamos a independizar Escocia, arrancarla de la isla y trasladarla a otra parte? Por supuesto que no. No nos vamos a separar, ni a divorciar ni a segregar. En Inglaterra deberían olvidar esa noción errónea de imperio que mantienen".
Sir Sean Connery fue ennoblecido en julio del pasado año por Isabel II, la cabeza coronada de lo que fuera el Imperio Británico. La ceremonia, a requerimiento del nuevo Sir, tuvo lugar en el palacio escocés de Holyroodhouse, en una jornada que recuerda como "uno de los más orgullosos días de mi vida". Con el traje de Highlander y escoltado por su mujer Micheline y su hermano Neil, se arrodilló frente a la soberana para recibir el toque de la espada y la medalla alrededor de su cuello, sin miedo a caer en una flagrante contradicción: "Me costó una semana de reflexión tomar la decisión de aceptar el título. Fue el Gobierno conservador el que recomendó mi ennoblecimiento; el laborista sólo heredó este asunto y ha intentado boicotearlo activamente, Dios sabe por qué. Creo que los laboristas no saben siquiera deletrear la palabra democracia apropiadamente. Fue esa actitud beligerante la que me decidió finalmente a aceptar el título. Ser Sir no ha alterado ni mis opiniones ni mis intenciones. Decidí que mi futura lucha tendrá más valor siendo Sir que no siéndolo. Fue bastante simple".

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